Tiene este humilde cronista la gran fortuna de ejercer su oficio por segunda vez en su corta trayectoria como miembro del RSEA y escribir una crónica para contar lo que fue una jornada plena en el más amplio sentido del término. Ha sido sencillo el aceptar el ofrecimiento hecho por su organizador, Francisco José Sancho, Fojo, porque para mí decir bicicleta es decir pasión, aventura y descubrimiento, tres ingredientes para acometer esta crónica.
Empezó la jornada en el parking del cercano campo de deportes municipal, una mañana con un cielo seminublado y con una temperatura ideal para el pedaleo. Después de los saludos y presentaciones correspondientes (presentaciones obligadas porque era mi primera salida con el grupo de montaña) empezamos a pedalear y, como siempre sucede en Peñalara, surge rápidamente la complicidad, la camaradería y, por qué no, el buen rollo que hacen que el recién llegado se sienta desde el primer momento cómodo y como uno más del grupo.
La primera parte del recorrido por la margen derecha del pantano resultó todo un placer para la vista: los reflejos plateados de la superficie del agua, el aleteo de las aves acuáticas que la surcan, la paleta otoñal de colores y todo ello aderezado con los estratos de nubes que acariciaban las laderas de la cercana Pedriza y la presencia estática y majestuosa del Cerro de San Pedro, presencia que nos acompañó durante todo el recorrido.
A los pocos kilómetros de este paseo bucólico cambiamos de ambiente y de pedalada. Dejamos el pantano y acometimos una corta pero exigente cuesta que nos condujo a un paisaje distinto: encinares y dehesas ganaderas que nos mostraron esa cara rural y campestre que también tiene Madrid. Y de pronto una sorpresa: la Atalaya de Venturada. Una atalaya de origen musulmán conectada con otras de estructura y forma similar en la C. de Madrid y que suponían una línea defensiva con los territorios cristianos del norte.
Después de las fotos de rigor continuamos pedaleando y llegamos a El Vellón. Hicimos una parada allí y cambiamos impresiones sobre hacer una parada para reponer fuerzas y comer algo o continuar. Al final decidimos continuar porque un compañero nos convenció con un argumento incuestionable: en un bar de Guadalix de la Sierra sirven unos torreznos increíbles y que pueden hacer las delicias de todos, incluso de los más negacionistas de ese ser angelical y de andares tan hermosos que es el gorrino.
Seguimos pedaleando y ascendiendo y llegamos al punto de máxima altitud para ir descendiendo por una bajada exigente pero muy estimulante hacia el pantano de Pedrezuela de nuevo.
La margen izquierda del pantano tuvo una mayor complejidad que la del otro lado, mucho más sinuoso, con continuos toboganes que iban salvando las diferentes ensenadas que forma el pantano pero que nos mostró, por otra parte, imágenes de gran belleza que compensaron con creces el esfuerzo adicional que los ciclistas tuvimos que hacer.
Guiados por el imaginario olor del torrezno llegamos a Guadalix y nos dirigimos al lugar donde sirvían tan preciado manjar pero, por desgracia nuestra y debido a que el lugar estaba lleno por devotos del “milagroso guarro” sufrimos un “torreznazo” demoledor que hizo que alguno de los peñaleros tomaran la decisión de regresar sus domicilios desde allí. El resto nos dirigimos al punto de salida pero, mira por donde, al pasar por la plaza del pueblo, sí allí donde se filmó“Bienvenido Mr. Marshall“, a los pies de tan glorioso ayuntamiento vimos un bar con terraza con un cartel enorme donde aparecían las palabras mágicas: Torreznos de Soria. El final ya os lo podéis imaginar: cervecita, corteza de torrezno, buena conversación, risas… en fin , la antesala al Paraíso.
Al final fueron 32 km de recorrido con un desnivel de subida y bajada que 307m para el que empleamos unas tres horas y media, con una organización de lujo por parte de Fojo con el apoyo del incombustible Nacho y que, en el más amplio sentido de la frase, NOS SUPIERON A GLORIA.
Cronista José Ibáñez Cebrián
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